2. Imperialismo parasitario
La revolución industrial hizo de Gran Bretaña, la nación
más poderosa del siglo XIX. Un proceso en esencia privado, auspiciado de manera
precisa por el Estado. La superioridad naval y las victorias obtenidas en la
guerra desatada a escala global hicieron de una isla de modestos recursos, un
vasto imperio. Pero esto tiene un lado nada épico.
El enorme daño ocasionado por Gran Bretaña en la Guayana
Esequiba pierde los epítomes gloriosos de historias oficiales, primorosamente
empastadas en voluminosos relatos, biografías y descripciones.
Obras solícitamente redactadas, que se sirven de
abundantes citas, símbolo de autoridad académica. Un meticuloso acopio de
fuentes, organizadas con celo, cotejadas, cribadas en cortas y precisas
cuartillas.
La rigurosidad académica inglesa no representa el final de
la historia, sólo la explica con ventaja y de manera parcial.
Autores como P. J. Cain y A.G. Hopkins han desarrollados
extensos, y eruditos trabajos sobre el imperio británico, uno en especial nos
pone en el contexto del fenómeno: Gentlemany
Capitalism and Bristish Expansión Overseas.
Estos autores explican el imperialismo británico como
una alianza entre la city, los
inversores sureños, poseedores de tierras, que ejercieron una persistente
influencia en la política de expansión en ultramar. Sus conclusiones son deterministas en tanto cultura
y geografía.
Muchos autores no comparten tanto entusiasmo, como Lance Davis y Robert Huttenback (Mammon and Empire), quienes aseguran que los gentlemanly capitalism, vale decir, las élites financieras de Londres
invirtieron en gran proporción y con enorme rédito en las posesiones
coloniales, pero compartieron muy pocos gastos en la aventura imperial
desarrollada por su gobierno.
Radical critics at that time saw the
empire as an expensive and unproductive luxury created by and benefiting only a
few. [1]
Las generalizaciones en uno u otro sentido no explican
adecuadamente, el fenómeno focalizado al este de la región minera del Yuruari,
durante la fiebre del oro del siglo XIX.
La evidencia documental y un enfoque metodológico
distinto, nos indica que la colonia británica de Guyana no es otra cosa que el
producto de una hiperestrategia económica, de efectividad a largo plazo.
Supuestos geoeconómicos impulsaron una política de fronteras en constante y
arbitraria expansión.
El Estado sucesor, Guyana, nace sobre los mismos
principios. Nada ha cambiado más que la manumisión de una espacialidad de hombres
sin historia propia.
Guyana no es un Estado. Es un conveniente accidente. Un
anaquel de recursos y posibilidades con apariencia de legalidad, ofrecido al
mejor postor, tal como sucedió en Venezuela hace más de una centuria.
A nuestro entender, las consecuencias de un fenómeno de
alcance global, cómo fue la expansión colonial británica, debe ser considerado
como un movimiento del imperialismo parasitario.
El imperialismo parasitario es una forma de dominación
sobre espacios territoriales espléndidos en recursos, y sobre poblaciones
inducidas al consumo masivo de bienes.
Tiene como característica distintiva, la extracción
incontrolada de riquezas, al ritmo del mantra que dicta la codicia individual,
y de los vaivenes del capital especulativo.
Su naturaleza es depredadora, cuyas consecuencias para
el huésped, sano en principio, es la pobreza, el atraso, el deterioro ambiental,
y la extinción.
La transferencia de procesos logísticos y financieros
unificados, como saber contingente, sin valor real de conocimiento, y una nula
contrapartida tecnológica, constituye otra de sus características
existenciales.
En la actualidad, las formas parasitarias han mutado a una legalidad en las que se respetan pequeñas normas, para transgredir los principios fundamentales del hombre y del Estado.